Había gastado todos sus ahorros en este viaje y solo iba a moverse en unos
cuantos metros a la redonda. Claro que lo que era caro no era la distancia, si
no el tiempo. Por eso Leia había gastado todos sus ahorros. Necesitaba cambiar
algo que no era posible cambiar, por lo menos directamente. Ella sabia las
reglas. Nada de hablar, dejar mensajes o avisar sobre cualquier dato futuro.
Por eso pensaba “influir delicadamente”. Eso se repetía mientras apretaba
contra el pecho la pequeña chapa con su nombre escrito.
La fecha exacta la sabía. Era el 19 de Octubre, un día antes de la celebración
del día de la madre. La había sacado de un registro de un amigo de su padre.
Ese día habían ido a filmar un trabajo práctico para la facultad de cine. Este
amigo tenía un registro detallado de todos los días de filmación. En realidad
él no, pero sus fanáticos eran un poco obsesivos y otro poco meticulosos con
respecto a su vida y su obra. Por eso sabia la fecha. De alguna manera las películas siempre
estuvieron presentes en su vida. Su nombre, o el que todavía era su nombre era
una prueba de ello. Se fijó en su TUIP*y el nombre era el mismo y la foto era
la misma: ella con un par de años menos y dos rodetes a los costados que a esta
altura ya no le parecían ridículos. No sabía que en el futuro los iba a
extrañar.
El plan era simple, pasar por una esquina por donde su padre o futuro padre
iba a pasar unos segundos después, dejar la chapa con su nombre en el piso y
seguir caminando. Su padre entonces, pasaría por ahí y levantaría la chapa. ¿Porqué
estaba segura que su padre levantaría la chapa con forma de hueso con su
nombre? Porque su padre, desde que ella tiene memoria, camina mirando para
todos lados, pero con especial atención al piso. Quizás es un acto reflejo por
haber nacido en Bariloche, donde las veredas empinadas te obligan a estar
atento, quizás sea otra cosa. Pero era seguro que la iba a encontrar. Y la iba
a guardar porque estaba su nombre en ella. “mi nombre”, pensó Leia “por ahora”.
Entonces llevaría esa chapita a su casa, se la mostraría a su mujer, mi madre o
mi futura madre para ser más precisos. Y entonces decidiría ponerle ese nombre,
mi nombre o mi futuro nombre a un perro.
O una perra para ser más precisos. Y entonces deberán ponerse a pensar un
nombre, otro nombre, para mí. El plan perfecto.
El viaje fue sin
complicaciones, llegue temprano a la esquina. Raspé un poco la chapa contra el
asfalto de la calle, no quería que se note que era nueva, pero quería que el
nombre quede legible. Faltaba poco para la hora señalada, y hacía mucho calor.
A lo lejos los vi. Eran tres. “El de la derecha es mi padre” pensé. Y era. Dejé
la chapa en la esquina. Y me fui. . Los vi pasar, lo vi a mi padre levantar la
chapa, mostrársela a su amigo y guardarla en el bolsillo izquierdo de su
pantalón. Me hubiese encantado quedarme pero no podía. Había reglas. Y Ya tenía
bastantes problemas como para agregar uno más. Además no tenía mucho tiempo. Pasé por un quiosco a comprar dos alfajores,
los pague con un billete que encontré adentro de un libro de mi padre. Me
dieron vuelto y todo. “Ya no los hacen así” dije pero el quiosquero creo que no
entendió. Pero es la verdad. Entré en la agencia de viajes y me acomodé. Me senté, apreté fuerte mi TUIP en una mano y
la bolsa con los alfajores en la otra.
Escuché un zumbido que me hizo
ver las estrellas y volví. Salí de la agencia y caminé hasta la plaza subterránea
más cerca, me senté en uno de los bancos, abrí un alfajor, le di un mordisco y
miré la foto en mi TUIP. El pelo largo, sedoso, logrado por algún shampoo
mágico o el Photoshop estándar. Y al lado mi nuevo nombre, que no era nuevo,
porque yo siempre me llamé así.
*Tarjeta Única de
Identificación Personal
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