miércoles, 25 de junio de 2014

El Corsario Anfibio


El primer libro que leí, me lo leyeron. Nos lo leyó mi padre, a mis hermanos  y a mí, durante varias noches, capítulo por capítulo. Casi como un folletín. El libro en cuestión era “el Corsario Negro” de Emilio Salgari, un salto cualitativo y cuantitativo importante si consideramos las lecturas iniciales de cualquier niño, en nuestro caso los cuentos de El pajarito remendado o alguno de María Elena Walsh. El Corsario Negro tenía párrafos interminables de descripciones de vegetaciones ecuatoriales increíbles por las que los personajes atravesaban lentamente.  La edición era de la vieja colección Robin Hood de mi madre, o de mis tíos. No tenía tapa y las hojas eran amarillentas.  De todos los de la misma colección y de la colección Kapelusz,  era el que peor se encontraba. Y no sé de quién fue la idea de leer justamente el Corsario Negro, pero de alguna manera estaba escrito.
En esa época, la década del ´90, vivíamos en el campo a casi 200 kilómetros de la capital y a 1000 metros del poste más cercano de electricidad. Para mí El Corsario Negro va a tener siempre un poco de olor al kerosén quemándose en el farol.  Con esa luz y con su barba negra,  mi padre leía todas las noches un fragmento de las aventuras del señor de Ventimiglia y sus fieles marinos.  Mientras me dormía escuchando esas  historias soñaba con que quería ser pirata. Lo más cerca que estuve de tener un barco fue cuando me regalaron uno de juguete.
Mi Padre nos seguía leyendo por las noches las historias de barcos que dejaban una estela blanca en los mares y de día estaba arriba del tractor, haciendo surcos, seguido por bandadas de pájaros que buscaban alimento en la tierra revuelta.  Las borrascosas aguas del neoliberalismo  menemista no eran el mejor lugar para dedicarse a la producción agrícola mientras la paridad ficticia con el dólar permitía el “deme dos”  de algunos en Miami, tan cerca del Mar Caribe de Salgari. Pero eso era lo que había y era suficiente.
No vivíamos mal, pero  tampoco sobraba mucho. Por eso la idea de encontrar un tesoro, anhelo de todo pirata, estaba siempre presente. A mis oídos llegaron rumores sobre un alambrador que haciendo los pozos para colocar los postes había encontrado un tesoro, varias monedas de oro que me ilusionaron con que algo así, algo como lo que pasaba en los libros, podía pasarme a mí.
No me acuerdo si alguna vez mi padre terminó de leernos El Corsario Negro, para mi siguen todavía atravesando la selva de los primeros capítulos, pero ese fue el primer libro, libro en serio, del que tengo recuerdo. Después de ese vinieron muchos libros más, mudanzas, mi padre abandonó el tractor, cambio su barba negra por una gris, el país tuvo siete presidentes en una semana,  me fui a estudiar a capital, dejé de querer ser un pirata y miles de cosas más que pasaron en el medio. Ahora mi padre y yo seguimos leyendo, pero por separado. Pero creo que siempre nos va a unir esa lectura de El Corsario Negro.
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