domingo, 14 de marzo de 2010

El secreto del nombre

Es increíble como se empiezan las historias. Y a veces también como terminan. Y en medio siempre hay cosas extrañas. Que no se sabe bien a que vienen. Si es algo en serio o algo que pasa por la cabeza de alguien. Como una interpretación libre de la realidad. Aunque convengamos que la realidad, realidad, no existe.
Esta historia empieza de dos maneras. La primera es un viaje, y no precisamente especial, pero sí. Y también temporal. Un viaje que hice casi sin dame cuenta. Y la otra parte es una frase que me hizo dar cuenta de ese viaje. La frase llego en forma de mensaje de texto a mi celular una mañana que no prometía absolutamente nada que fuera a cumplir. Decía solamente: “No hay vegetariano que no pueda desayunar en México.” Y ahí me acordé de todo.
En el transcurso del día recordé casi todo lo que pasó en ese viaje. Y ese viaje es otra parte de la historia. La parte más real, más tangible, la parte en la que suceden todas las cosas. Malas y buenas. La frase es sólo una clave. Una llave para entrar en ese mundo de recuerdos que fue ese viaje a México.
Ese viaje no fue sólo un viaje. Fue un viaje para conocer y para conocernos. Pero sobre todo para conocer gente. No me acuerdo de todos por distintas razones, por estados de mente, el cuerpo y porque algunos eran realmente aburridos. Recuerdo que había un periodista (siempre hay uno), un búfalo gigante, una persona que por sobre todas las cosas era completo ignorante y por supuesto un vegetariano. Y un auto verde. En ese auto verde cruzando la frontera empieza la historia. Y desde ese instante y hasta el fin del viaje el nombre de mi compañero de aventuras cambió. Dejó su viejo apodo, “Manteca” como quien deja unas zapatillas tan rotas que no sirven más, pero que calzan como un guante. Y adoptó uno que lo acompaña sólo a veces. Desde la frontera y más allá su nombre era “Pachuco”.

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