martes, 29 de julio de 2008

Asfixia, a veces asfixia.

El día amaneció frío y gris, no como de costumbre, sino como un día “común” de un invierno en la city porteña. El pronóstico anunciaba que iba a haber sol, pero ni de casualidad se le ocurría asomar. Mucho no me interesó, tomé mi mochila, las llaves, el celular y me fui.
Las horas de trabajo no pasaban más, el viernes parecía burlarse del reloj y dejar las agujas clavadas para que nunca sean las 2. Mi deseo era llegar, pero nada me indicaba que sería otro viernes de esos que ya conté alguna vez.
Mi mente abrumada se cansó de pensar y de repente ya estaba en el micro viajando para allá. El viaje parecía normal y como mi imaginación se sentó a descansar, decidí cerrar los ojos un rato.
Me puse la campera, agarré mi mochila y bajé del micro. El cielo estaba más gris, pero sabía que ese olor y ese espesor no podían ser normales. Raro, pensé, dijeron que se había ido. Pero era olor, no había rastros de él, entonces para qué preocuparme. Al fin y al cabo ya estaba donde quería estar.
La tarde cayó antes de lo esperado y yo todavía estaba dando vueltas en el centro, con mi mochila a cuestas, buscando un amigo para saludar. Era extraño que a esa hora no haya rastros de nadie, sólo dos autos buscando lugar para estacionar, como si no vieran que tenían toda la ciudad. Una vez más, no le di importancia y camine hasta mi casa, mi estómago ya me pedía comer.
Mi hermana me dijo que había una fiesta, y como siempre dije vamos y a las 12 de la noche salimos.
Apenas cerré la puerta de entrada, apenas me vi en el mundo exterior, supe que no iba a ser una noche más, las cosas estaban demasiado raras, y justo ese lugar. El olor era intenso ahora y el espesor dejaba poco espacio para caminar. Pero como quería llegar a tomar aunque sea una cerveza, bajamos.
En la orilla del río las cosas parecían aumentar de tamaño. Más dramatismo. Pero por ahora estábamos todos tomando cerveza y escuchando la banda. Todos sabíamos que no era normal, a todos nos pegó ese efecto, pero todos sabíamos disimular.
Mi percepción de la noche comenzó a cambiar cuando de casualidad salí afuera a saludar a una amiga. De adentro todo parecía estar bien, pero ahora ya no la podía encontrar. No veía. Entonces le grite para que me viera, para saludarla. Pero no me veía. Nos escuchábamos, sí, pero no nos veíamos. A mi amiga al final no la saludé, escuché más voces y supuse que estaba acompañada, entonces me prendí un cigarrillo y entre a buscar a los chicos.
Era tarde y me quería ir. Todos salimos. Nos subimos al auto. No se veía, pero suponíamos que podríamos llegar al boliche, total todos se fueron. De alguna forma se fueron, y nosotros, claro, no queríamos ser menos. Pero no se veía, y los pulmones empezaban a cerrarse. Un alambrado nos detuvo y pensamos que sería mejor que caminemos todos juntos. Pero el espesor ya molestaba demasiado y el aire parecía tomar un color tan oscuro que prefería mejor no respirar. Aunque mucha opción no tenía, después de todo, ya no lograba hacerlo. Y quería parar a tomar aire. Situación por demás asfixiante, no había aire y no había refugios para que pueda escabullirme y sacar un poco de oxigeno. Mi amiga me llevaba, yo estaba resignada a pensar que en algún momento iba a dejar de caminar, y entonces decidí dejar volar mi imaginación por todo el lugar, claro que esta vez en voz alta, para acortar camino, para aliviar el peso, para reír y no llorar.
La ciudad estaba oscura, negra, la madrugada húmeda, el olor picaba en mi nariz y el espesor no me dejaba ver ni respirar. El humo era intenso, faltaba poco, pero no aguantaba más. Sería mejor descansar, pero ya estábamos solas, mi amiga y yo, y quizá el ruido de un falcon nos asustó y decidimos no parar.
Llegamos. Entré desesperada y el agua le dio vida a mi garganta, aunque sentía que seguía siendo espeso el aire del lugar. Pero había llegado. Y como no quería desentonar con los colores de la noche, un fernet fue mi primera opción. Y para no desacostumbrarme a pensar en respirar, me prendí un cigarrillo y empecé a bailar.

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